La sociedad nos reclama para mejorarla
Augusto Rigoberto López Ramírez
Graduado del Doctorado en Ciencias Sociales
Buenas tardes a todos y todas.
Siempre he admirado a la generación de mis padres porque le tocó vivir una época difícil en El Salvador, donde la valentía tenía connotaciones de vida o muerte frente al poder, el autoritarismo y el fanatismo. Uno puede enterarse fácilmente de las historias de esa generación, hombres y mujeres enfrentados en luchas personales e impersonales, luchas dotadas de profundo sentido para quienes las experimentaron.
Hemos tenido la oportunidad de conocer historias de los bandos enfrentados en el conflicto armado salvadoreño de los años ochenta; pero cuando se leen con detenimiento todos los casos, independientemente de la idea o intereses que cada persona haya defendido, siempre hay una coincidencia fundamental en los relatos: nadie quiere que eso se repita.
Hemos podido conocer esas historias porque el país que nos heredaron, la paz que nos heredaron, aún con sus imperfecciones, nos ha permitido la libertad de leer, expresarnos, reunirnos y discutir con cualquiera sin temor por pensar de manera distinta.
Era difícil imaginar que nosotros, los nacidos al final o después de la guerra, podríamos encontrarnos con retos similares a los de la generación anterior. Esto lo pensaron también los europeos que se enfrentaron a la amenaza del eje fascista, el cual desencadenó la Segunda Guerra Mundial; ellos pensaron “es una pena que nuestros padres hayan vivido una guerra y ahora nosotros tengamos que enfrentar una nueva por nuestra cuenta”. La analogía no es literal para El Salvador, pero el ejercicio de autorreflexión sí lo es.
Esta reflexión implica verse sobrepasados por una situación sobrecogedora, renunciar a la comodidad que brinda estar al lado del camino, resignificar el futuro y asumir nuevos retos, aun con los temores que la incertidumbre pueda provocar. Esto implica enfrentar esa terrible sensación de saber que las cosas no van a mejorar, sino que con mucha probabilidad empeorarán.
Quienes tuvimos la oportunidad de completar estudios universitarios hemos estado expuestos a esta sensación a nuestra manera: nos enfrentamos al desempleo, a la corrupción, al machismo del mercado laboral y a otras situaciones adversas que en adelante debemos superar, ya no bajo la tutela de nuestros padres o profesores, sino por nuestra cuenta. Afortunadamente, estamos en una mejor situación para enfrentar estos retos, a diferencia de la mayoría de la población de El Salvador, cuya escolaridad promedio se ubica por debajo del octavo grado de educación básica.
Adicionalmente, en este momento de la realidad salvadoreña, donde la democracia está en coma y nuestras libertades se ven amenazadas por el autoritarismo, la ironía de la vida nos coloca en una situación sobrecogedora superlativa. Ya no solo en el plano personal, sino también en el social.
Inferir que las cosas probablemente no vayan a mejorar no significa hacernos a un lado o colocarnos del lado del supuesto ganador; más bien implica tomar decisiones que permitan considerar nuestro rol para superar los problemas y llevarnos a una mejor situación.
Como profesionales, la sociedad nos reclama para mejorarla. Muchos repiten el estribillo de “la educación es la solución”, pero ¿qué haremos por nuestro país las personas educadas?, ¿qué haremos por nuestro país esa minoría de personas que tenemos el privilegio de haber terminado la universidad?, ¿cómo reivindicaremos la educación en una sociedad cuyas autoridades la desprecian y prefieren la improvisación?, ¿cómo reivindicaremos la meritocracia y la justicia social cuando muchos profesionales prefieren el oportunismo y pasar encima del débil?
El reto que nos toca enfrentar ahora no es menor al que enfrentaron nuestros padres, tíos, tías, abuelos, abuelas y demás ascendencia. Heredamos un país imperfecto, pero de nosotros depende que se vaya por el abismo o rescatarlo con soluciones éticas e innovadoras, no aceptando repetir errores. Debemos estar a la altura del profesionalismo que ahora se nos ha reconocido simbólicamente a través de nuestro título, que nos ha exigido el esfuerzo de mejorarnos.
Parafraseando a Winston Churchill, nos enfrentamos a nuestra hora más gloriosa. Incluso cuando el panorama es oscuro, debemos ser luz en la oscuridad. Y de ese ejercicio de lucha viene la gloria. Esta no es patrocinada, no se obtiene con un título de grado o de posgrado, no se accede a ella alquilando a la ciencia para fines perversos. La gloria de la que hablaba Churchill se refiere al legado que un día interpretarán las futuras generaciones cuando observen lo que hicimos con el país y la sociedad que nosotros ahora mismo estamos construyendo.
Ser profesionales implica responsabilidad. Queridos y queridas graduados, hagamos del ejercicio profesional nuestra mejor hora para sentirnos orgullosos de ella cuando dentro unos años miremos hacia atrás y contemplemos el panorama completo de lo que hicimos con El Salvador.